LOS PUEBLOS DE ZAMORA

Relato con origen : Castronuevo de los Arcos

A los ancianos de mi pueblo como de tantos otros villorrios castellanos apenas habitados, les gusta fabular. Casi todos los días los pocos viejos que quedan se reúnen en los bancos de la plaza, se sientan al sol y allí permanecen durante horas, fumando, observando cada coche que pasa, imaginando quién lo conducirá, cuál será su destino, escrutando cada persona, tractor o máquina agrícola que transita por allí, pensando en sus años activos y, de vez en cuando, pocas veces, incluso hablando entre ellos.

Ese puñado de viejos son el último reducto de lo que fue un día el pueblo en su esplendor y, a medida que se van muriendo, dejan el lugar sumido en un abandono inmisericorde; no hay niños que alegren con sus risas y solo quedan algunos jóvenes que se sustrajeron a la emigración porque les gustaba el campo y por aquello de continuar con la tradición familiar, se hicieron cargo de las tierras, las cultivaron y están envejeciendo en su mayoría solos. Tampoco hay casi mujeres porque el pueblo no era la alternativa cuando todo el mundo se marchaba, así que ellas también lo hicieron; fueron a la capital, se instalaron allí, construyeron un futuro y formaron familias con hombres de otros lugares. A veces regresan a visitar a los padres apenas unos días o en la fiesta de Agosto, pero en seguida retornan a sus ciudades; ven el pueblo decrépito, se sienten desubicadas, las casas no están acondicionadas ni para el frio ni para el calor, hay que ir hasta Zamora a abastecerse de provisiones y todo, a la larga, se convierte en incomodidades.

Debido a esa despoblación masiva y a la falta de interés en volver porque no hay aliciente alguno para hacerlo, los pueblos castellanos no importan a nadie, se hunden sus casas desocupadas, las calles están vacías, las escuelas sin alumnos desde hace años van desmoronándose poco a poco; la iglesia casi siempre cerrada, solo reúne a sus feligreses para la misa del domingo y en algún esporádico acto litúrgico; se han llevado la consulta médica que ahora comparten varios pueblos, y en lugar de farmacia, una moza del lugar dispensa a los habitantes casa por casa los medicamentos que precisan y que trae de la capital en días alternos.

Muchos de los oficios relacionados con el campo ya han desaparecido: herrador, cabrero, esquilador, pregonero…, apenas queda un pastor que apacienta un pequeño rebaño y la extensa ganadería que había antes: cabras, vacas, conejos, gallinas o cerdos ha quedado reducida únicamente al consumo doméstico.

En invierno resulta difícil encontrar un alma por las calles; todo está en silencio. La gente se resguarda del frio dentro de sus casas. Las labores del campo ahora son más llevaderas con nuevos tractores, cosechadoras y maquinaria moderna, con lo cual los labradores trabajan con mayor comodidad y disponen de un tiempo libre con el que antes ni soñaban.

Cuando, al amor de la lumbre (o del brasero), se cuentan historias, todas tienen que ver con un pueblo memorable, poblado de gente, de calles bulliciosas, de faenas en el campo que dominaban la vida de cada casa, del apego que se hunde hacia las raíces mismas de la tierra castellana, esa que se mete en la sangre hasta fundirse con la propia carne, que tira de nosotros cuando estamos lejos y provoca ese sentimiento de añoranza y melancolía que nos obliga a regresar.

Los viejos pueblos de la provincia de Zamora ya son casi todos iguales. Cuando se pasa por la carretera, asoman tímidamente y los cruzamos a velocidad porque son pequeños y están vacíos, pero tuvieron una historia, están impregnados de ella todavía y esperan, con la paciencia que siempre les ha caracterizado, que alguien tal vez un día –como en un sueño- les devuelva el esplendor perdido.


Mª Soledad Martín Turiño