PASEO EN SOLITARIO ORILLANDO EL VALDERADUEY    (Castronuevo de los Arcos)

Todas las mañanas solía caminar junto al rio porque era el único lugar que le confortaba, que le daba un poco de paz. De vez en cuando se detenía para observar el remolino del agua que luchaba por continuar su camino entorpecido por una amalgama de juncos. El cauce continuaba virgen, sin que nadie hubiera tocado un ápice de terreno para modificar aquella cuenca que discurría igual que siempre, modificada tan solo por el aumento o la disminución de caudal según la estación, que servía de solaz y refresco en las calurosas tardes agosteñas para aquellos que disfrutaban adentrándonos en su cauce con pisadas inseguras y los pies desnudos entre aquel ramaje que formaba un lodazal de blandura extraña donde se paseaba alguna culebra de agua que se enroscaba envolviendo los cuerpos rápidamente hasta perderse, con el consiguiente alboroto de todos nosotros.

Le gustaba perderse rio arriba, dejando atrás el pueblo y, al cruzar el recodo, era dueño de sí mismo en comunión total con la naturaleza, consciente de que nadie le perturbaría ni le observaría porque no había ni un alma por aquel lugar; en ese momento se producía el mismo milagro: todas las preocupaciones, anhelos insatisfechos, desasosiegos e intranquilidades que a diario le mortificaban se iban diluyendo hasta desaparecer por completo y su mente se sumergía en un estado de contemplación que le permitía llegar hasta la paz absoluta que tanto anhelaba; así que cada mañana repetía el mismo ritual en la convicción de que si dejaba de hacerlo regresarían los viejos demonios, los fantasmas y la tortura a la que le arrastraban aquellos pensamientos.

Era una dicha caminar bordeando el sendero de las aguas pacíficas en las que se reflejaba el pueblo y recorrerlo a ras de campos, en silencio, mientras se escuchaban rumores de brisa, silbidos de chicharras, zumbidos de mosquitos y el cauce sereno que con elegancia discurría escondiendo secretos de vida y muerte más allá de la vista, secretos del alma que un día fueron historias y cuentos narrados por antepasados ante boquiabiertos niños que, sin ilusiones, forjaban seducidos nuevas esperanzas. Con ellos crecieron y ahora, alejados del Valderaduey, tal vez cerca de otro río ¡quién sabe! les vengan a la mente esas historias con las que soñaron un día confluyendo como los ríos, aguas con aguas, hasta desembocar en algún mar.

Muy de vez en cuando divisaba a algún pastor que se dirigía por el otro margen del rio lentamente con su rebaño buscando buenos pastos, se saludaban con la mano y cada cual proseguía su camino hasta que, exhausto por la caminata, se sentaba en una piedra para reponer fuerzas y allí permanecía perdiendo su mirada en aquel maravilloso cielo azul castellano que era el mejor sedante natural; entonces sacaba de su mochila un pequeño cuaderno y volcaba en sus blancas páginas: notas, dibujos, recuerdos, historias... todo lo que le inspiraban aquellos momentos diferentes cada día y que en algún momento se convertirían en el libro que siempre había soñado escribir; después regresaba deshaciendo lo andando hasta su casa con una sensación indescriptible de placidez y calma.

Tras una vida de trabajo fuera del pueblo, un día planeó regresar sin saber siquiera si aquella decisión sería la más acertada; cambió su cómoda residencia urbana por aquella casita austera; dejó sus amigos de siempre por una soledad incomprendida por todos, vendió sus pertenencias y se embarcó en aquella aventura sin garantías de éxito. Llevaba instalado apenas un par de semanas cuando descubrió que necesitaba muy pocas cosas, prescindió de lo superfluo, se deshizo de cientos de papeles, anotaciones antiguas escritas a lo largo de años de recopilación de datos que ahora se le antojaban vacuos e innecesarios; donó y tiró los muebles abigarrados que prácticamente no dejaban sitio libre en la casa, abrió ventanas, aseó paredes y suelos hasta que la vivienda se convirtió en su hogar. No se dio cuenta del tiempo que había invertido en aquel trabajo porque lo había disfrutado desde el comienzo y aunque estaba realmente agotado por tanta actividad, cuando miró a su alrededor supo que había merecido la pena. Contaba solo con lo necesario, la casa parecía más grande sin tanto cachivache, entraba una nueva luz que inundaba las paredes ahora pintadas de un blanco que le confería un aspecto cálido… y, por fin, se sintió satisfecho.

Una vez superada la etapa manual y pragmática, necesitaba pasar a la siguiente fase que era mucho más compleja: conseguir la paz interior, dejando atrás una maraña de pensamientos por los que casi fue consumido, y en eso estaba con sus caminatas por el rio, la vida sencilla que llevaba y con el descubrimiento casi diario de pequeños incentivos que le hacían sentir dichoso: era feliz con cosas simples; repasando su vida había descubierto la de sus antepasados antiguos y recientes cuyas vidas ahora pretendía redescubrir. Se empeñó en buscar información en archivos municipales y eclesiásticos y se propuso la tarea de saber de dónde venía, de rehacer su genealogía, lo que le obligó a pasar mucho tiempo entre legajos que constituían su fuente principal de información, después habló con la gente mayor del pueblo para completar las lagunas que los documentos le habían dejado y contagió su entusiasmo a aquellos viejos que se sentaban en un banco de la plaza cada tarde, silenciosos y tristes solo por matar el tiempo. Por la noche, sentado a la puerta de la casa, contemplaba el cielo y descubría en la oscuridad un universo de estrellas que siempre estuvo allí pero que en la ciudad debido a la contaminación lumínica y el modo de vida agitado ni siquiera se había planteado.

No echaba de menos a nadie porque conservaba sus viejos amigos de la urbe; no echaba de menos nada porque lo tenía todo resumido en unos metros de casa, un corral que había convertido en jardín para solazarse por las tardes en compañía de un buen libro, sus largos paseos y aquella naturaleza sencilla que tanto le colmaba.

A veces iba a la ciudad, que era una pequeña población cercana, casi una extensión del pueblo, donde prácticamente todos sus habitantes se conocían y el hecho de dar un paseo era la excusa para saludar a uno, charlar con otro o tomar con aquel un café; y esta era su manera de socializar de vez en cuando para después regresar al viejo pueblo, a su hogar, sentarse en el sillón que ya había adquirido la forma de su cuerpo y sonreír con la satisfacción de tener aquella vida plena que siempre añoró.

Mª Soledad Martín Turiño